La imagen no admitía discusión a la hora de resumir y destacar la jornada deportivo-social en San Esteban de Litera. Una carrera, trescientos corredores y entre todos ellos, y al final del grueso de atletas, una madre de la mano de su hija trotando al ritmo de la vida que les ha tocado querer. Aquellas dos manos fundidas eran la metáfora celeste del amor, de la superación, de la complicidad, de la naturaleza que la pario y de un sinfín de emociones que resultan tan humanas como la historia que colorea sus vidas. Sandra y Tiffany son heroínas que merecen la eternidad.
Sandra Perea decidió un día probar suerte en España; atrás dejaba su Colombia natal. La juventud lo puede todo; también la necesidad de querer una vida mejor. Y con esos pocos más de veinte años se plantó sola en nuestro país en busca de esa tierra prometida, que tantas veces, y para tantos emigrantes, no es más que polvo desagradecido al esfuerzo. Pero a Lérida llegó con tantas esperanzas como inconsciencias propias de la juventud y sus conjuntos. Pronto se enamoró y al poco nacía su gran motivo de vida, su mejor termómetro de humanidad al servicio de aquella niña que a los cinco meses presentó su primer episodio epiléptico; principio de todo: “Mi hija es el motor de mi vida. No ha sido fácil llegar hasta aquí. Los primeros ocho años los pasamos de hospital en hospital. En el Arnau de Lérida éramos ya como de casa…”, rememora Sandra, siempre con un discurso al borde de la emoción rota por la emoción.
Tíffany presenta una de esas enfermedades raras que ausentan sus capacidades de un mundo que para ella empieza y acaba en su misma madre. Las continuadas crisis epilépticas que padece, desde los cinco meses de vida, vienen alborotando el discurrir natural de su vida, tanto a nivel físico como intelectual: “Estar con ella, que no le falte de nada, luchar por su bienestar es mi deber como madre; ¡claro que sí! Quiero que mi hija disfrute de la vida. Me encuentro muy a gusto con ella, y seguirá viniendo conmigo a todos los lados; solo la dejo cuando debo ir a trabajar. Entonces se queda con alguna persona que me ayuda habitualmente”. Sandra Perea se formó, una vez llegó a España, en servicios sociales dirigidos, principalmente, a las personas mayores. La residencia Riosol y trabajos para la Comarca del Cinca Medio ocupan, temporalmente, su actividad profesional: “Creo que a raíz de mi experiencia con Tíffany estoy más capacitada para ayudar a personas dependientes o que están solas. Además, humanamente, me siento mejor”.
La soledad compartida resuelve dudas amparada en el amor de una madre pegada a su hija. Sin razón en la Tierra ni en el cielo que explique lo insondable, demasiadas veces vemos que las dificultades de vida se concentran y disparan sin piedad a una sola víctima. Así fue como al poco de nacer Tiffany, la felonía humana se disfrazó de padre para abandonar el seno familiar; ninguna de las dos supieron más de aquel hombre de negro. Sandra repasa esa historia con un ademán de impotencia almidonada y sucedida por unas pocas palabras sin juicio. Es pasado, y ahora a ella solo le importa la memoria de los que sí fueron hombres y grandes. En ese recuerdo queda para siempre su difunto marido: “Lo conocí en Monzón y estuvimos juntos durante trece años. Una enfermedad repentina se lo llevó… quería a Tiffany como si hubiese sido su hija… ¡Pobre! Sin él no estaríamos aquí”. En este caso, Sandra no busca gesto alguno ni sucintas palabras para referirse al hombre que sí supo ser. Personas capaces de entender la verdad y el amor en vida; la esposa lo sabe muy bien y no escatima elogios a su marido en el cielo.
En Monzón, residencia de madre e hija desde hace dieciséis años, sus vidas y esfuerzos han ido creciendo merced, también, a familiares, amigos y a AMO, la Asociación de Autismo Zona Oriental de la Provincia de Huesca: “En AMO nos recibieron muy bien desde el principio. El apoyo humano entre las familias es extraordinario. Nos contamos nuestras vivencias y nos damos fuerzas los unos a los otros. ¡Venga! Hay que ser valiente y mañana será mejor… Yo creo que soy fuerte, pero a veces necesito que me lo digan porque también tengo algún bajón y entonces…”. Y entonces sigue mirando a ese horizonte que le espera con Tiffany de la mano… y entonces resurge en ambas una fuerza inescrutable que empuja la voluntad de vida, generosidad, supervivencia y amor de madre, fundido en dos manos que son una: “Cada año la ponga a hacer alguna actividad; ha hecho natación, jota… yo quiero que Tiffany esté en los sitios, y que su discapacidad no sea un impedimento que le cierre las puertas. Gracias a Dios, siempre he tenido el apoyo de la gente”.
Naturalizar la vida de estas personas, poseedoras de otras capacidades, es el objetivo mayor de una sociedad que comienza en los mismos padres, en este caso una madre a solas. Todo es más sencillo cuando unes razón y voluntad a un corazón resuelto en dar y recibir cariño ilimitado al son de la integración sincera. Y miren por dónde, y por enésima ocasión, el deporte vuelve a ser el mejor espacio de acogimiento y naturalización de personas y vidas. Unidas por el esfuerzo y recogidas en una meta común, ahí estaban Sandra y Tiffany en San Esteban de Litera; corriendo en honor a sus vidas y a las de tantas personas que les miran y aplauden. Porque cada metro superado, y fueron cinco mil, es un metro de camino y alfombra para unas vidas que merecen la infinitud de sus días: “Cuando le dieron la medalla estaba que no se lo podía creer. Muy feliz, muy feliz… Es un mérito tremendo el de mi hija que espero sirva para que la vida sea más fácil para ellos”, concluye Sandra no sin antes recordar a tantas personas que le han facilitado el camino hasta llegar aquí: “Estoy muy agradecida a los médicos, familiares, a mi difunto marido, a AMO, a Jorge, a los amigos… Todos me han ayudado a seguir adelante. Mi historia es la que es; ni más ni menos que otra. Hay personas que están mucho peor… Por tanto, todos tenemos que tener mucho ánimo y ganas de salir adelante por nosotros y por los que nos rodean. Así lo pienso y lo siento «. Solo cabe la reflexión en silencio tras las palabras finales de Sandra Perea.