Quedan en el mundo 7000 lenguas maternas vivas. Para algunos pueden parecer muchas y otros muestran su preocupación por su progresiva desaparición. En todo caso, esa cifra es un tanto engañosa si contrastamos la realidad de su distribución por número de hablantes. Si se repartiera por igual tocaríamos a 1,2 millones de personas por lengua, pero no es así.
El chino mandarín es lengua materna de 1.000 millones de pobladores, le siguen el español con 400 millones, el inglés con 360 millones, el hindi 310 millones y el árabe con 290 millones. Los que aprendimos hablar con una de estas cinco lenguas somos el 30 % de la humanidad. Y si añadimos otras cinco alcanzamos el 40 por ciento. Esta es la realidad.
Frente a ella nos podemos preguntar: ¿tiene sentido esforzarnos en trabajar para impedir la extinción de las lenguas? ¿Tiene lógica, en nuestro caso, gastar dinero público para proteger el patués o el chistabino? Desde el punto de vista de la pluralidad cultural, la preservación de las tradiciones y los recuerdos, o como modalidades únicas de expresión, se justifica plenamente. Incluso para quienes defienden la mayor diversidad posible de nuestras sociedades la protección y conservación de las lenguas maternas tiene mucha importancia.
Sin embargo, las personas quieren entenderse y la lengua es el mejor vehículo para conseguirlo. En el año 1887 un oculista polaco, Zamenhof, planificó un idioma con la intención de ser internacional: el Esperanto. Hoy es simplemente una más. Ahora las lenguas que sirven para podernos entender se llaman vehiculares, y sin duda el inglés ha conseguido serlo. Dos imperios seguidos: el británico y el de los Estados Unidos de Norteamérica, así lo han hecho posible.
Gracias a estas lenguas vehiculares hacemos frente a la maldición de la Torre de Babel; aquella de cuando en la Tierra solo se hablaba una lengua y ese entendimiento nos hizo tan ambiciosos que decidimos construir una torre para llegar al cielo. Lógicamente alguien se enfadó y su castigo fue confundirnos al darnos muchas lenguas. Probablemente eso no ocurriera exactamente así, pero, si son ciertas las múltiples identidades parciales o segregacionistas basadas en las lenguas.
En la Unión Europea trabajan 3.000 lingüistas, para mediante su servicio de interpretación hacer posible el entendimiento entre los 27 Estados y con quienes se relacionan, una Torre de Babel contemporánea.
Pese a ello no parece posible recuperar el deseo de hablar el mismo idioma en todo el Universo. Pero sí vamos camino de entendernos mediante un número limitado de lenguas vehiculares, entre las que sin duda estará el español además de que las lenguas maternas tendrán un futuro desigual en función de las decisiones políticas de cada país, nación, estado o comunidad.
La historia, en su tozudez, nos explica que no hay más Democracia o más Justicia porque se hable una u otra lengua. La diversidad idiomática no es, por si misma, una categoría social digan lo que digan los nacionalistas. Al revés, una misma lengua ayuda a una identidad colectiva internacionalista y por tanto repercute en una mejor comunicación y entendimiento entre los seres humanos; posibilidad que hoy no deja de ser una utopía como demostró, en su momento, el Esperanto.
Consecuentemente parece correcto hacer un esfuerzo para la preservación de aquellas lenguas maternas en peligro de desaparición como pueda ser el caso del aragonés, pero siempre y cuando su finalidad sea mantener las tradiciones, los recuerdos y el valor cultural de estas modalidades de expresión. Y es muy importante este compromiso previo para evitar, a medio y largo plazo, la perniciosa utilización de estas lenguas una vez salvadas de su posible desaparición.
Tenemos en España ejemplos notables del mal uso del esfuerzo para preservar algunas lenguas maternas. La persecución del español, como lengua vehicular en varias comunidades autónomas, es el peor aval para apoyar la preservación de otras lenguas. Utilizar el instrumento básico para el entendimiento humano, como justificación para la arrogancia política y la supremacía de un pueblo sobre los demás, es antidemocrático y abono para el totalitarismo.
Estoy seguro de la buena voluntad de la mayor parte de quienes luchan por que no se pierda ningún otro idioma, pero también es cierta la perversa utilización del hecho de hablar diferente para enfrentar a unos pueblos contra otros. Si la intención es buena, adelante con el esfuerzo y el gasto para salvar las modalidades del aragonés, pero si lo que se pretende es complicarnos la vida y de manera progresiva irlo imponiendo, al modo del catalán y el vasco, entonces mejor dejarlo como está. Usemos la lengua, hablada o escrita, para unir no para dividir.